viernes, 18 de abril de 2014

Tu amor traspasa todas las barreras



Entonces Jesús exclamó con fuerza: —¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!  al decir esto, expiró.  
 Lucas 23:46.


Lectura: Lucas 23:26-49.  Versículo del día: Lucas 23:46.

MEDITACIÓN DIARIA

La crucifixión era la pena más dramática y vil de esos tiempos. Fue creada precisamente para que fuera lenta y desgarradora. Las Escrituras se cumplían: Jesús condenado a una muerte tan cruel sin haber cometido jamás pecado alguno: “Y fue contado entre los transgresores” (Lucas 22:37). Tal vez no apreciamos lo que fue su calvario porque se volvió costumbre en cada Semana Santa, escuchar el mismo ‘cuento’; porque cuando miramos un crucifijo vemos a un hombre colgado en un madero pero con cara bonita vigorosa; pero no fue así.
La pasión de Cristo, comienza desde el Getsemaní cuando en su angustia sudó gotas de sangre (Lucas 22:44).  Más tarde fue maltratado por los mismos soldados romanos quienes lo abofetearon, lo escupieron, se burlaron y le pusieron una horrenda corona de espinas (Mateo 27:27-30) que traspasó sus sienes. Fue despojado de su ropa y flagelado. Cada latigazo rasgaba su piel porque sus puntas tenían incrustado pedazos de vidrio. Por lo general un hombre moría con 39 látigos.  Ya para esos momentos no había figura en Él conocida y lo profetizado por Isaías se convertía en realidad: “Muchos se asombraron de él, pues tenía desfigurado el semblante; ¡nada de humano tenía su aspecto!” (Isaías 52:14).  Su espalda se convirtió en un amasijo de carne.  “No había en él belleza ni majestad alguna; su aspecto no era atractivo y nada en su apariencia lo hacía deseable” (Isaías 53:2).   Aun así, le faltaba recorrer terreno; al salir hacia el monte, un hombre de Cirene le ayudó a cargar su cruz y llegaron hasta el Gólgota.  Allí le dieron vino mezclado con hiel (Mateo 27:32-34).  Fue crucificado en un madero cruzado, donde le clavaron en manos y píes clavos que los traspasaron y que luego al levantarlo la fuerza de la gravedad hizo que se rompieran sus ligamentos y articulaciones.  ¡Mayor sufrimiento no podía haber!  Tenía sed y le alcanzaron una caña con vinagre (Juan 19:28-29).
¿Hasta dónde llegó su sufrimiento?  Pero más allá de eso: ¿Hasta dónde llegó su misericordia?  Entre sus últimas palabras brotaron unas que jamás merecemos: “—Padre —dijo Jesús—, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (v. 34 en la lectura).
No creas que por no estar allí, no entras en esa chusma que lo crucificó.  Todos, absolutamente todos presentes o no presentes lo crucificamos; porque no hay justo ni aún uno; no hay nadie que entienda; no hay nadie que haga lo bueno (Romanos 3:10-12). Por ti, por mí, por toda la humanidad, nuestro buen Jesús, sufrió tan horripilante muerte. Él pagó todo el precio de nuestros pecados: “Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados” (Isaías 53:5).
Ahora, solo nos basta con reconocer todo lo que padeció. Decirle: Señor acepto que pagaste por mí.  Es el momento de hacerlo; quizá tu tiempo se está acabando y Él quiere darte vida eterna.

Amado Señor Jesús: Mi corazón se estremece y de mis ojos brotan lágrimas cada vez que leo tu Palabra y entiendo tu obra redentora en la cruz.  Permite que todos cuantos estén leyendo este devocional, también comprendan en su mente y corazón todo el escarnio que pagaste sin merecerlo para llevarnos contigo hacia el camino de la salvación. ¡Gracias mi Señor porque ese amor traspasa las barreras de lo comprensible!

Un abrazo y bendiciones.
  
Bibliografía: “La crucifixión de Jesús”.  Por Matt Slick

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