martes, 6 de noviembre de 2012

Con ojos de ternura y compasión



Convertiste mi lamento en danza; me quitaste la ropa de luto y me vestiste de fiesta, para que te cante y te glorifique, y no me quede callado.  ¡Señor mi Dios, siempre te daré gracias!  
 Salmo 30:11-12.


Lectura diaria: Salmo 30:1-12.  Versículos principales: Salmo 30:11-12.

REFLEXION

Sí; el árbol caído, tirado en el piso expuesto; con sus hojas desgarradas y regadas por el suelo, aún tiene la ilusión y el ánimo de levantarse porque: “Si a un árbol se le derriba, queda al menos la esperanza de que retoñe y de que no se marchiten sus renuevos” (Job. 14:7).   Dios nos da la oportunidad de comenzar de nuevo y no es con remiendos, es renovándonos totalmente de manera que podamos regocijarnos en su infinita misericordia y glorificar su Nombre.
Cuando pasamos por quebrantos de salud que se tornan complicados y peligrosos, nos sentimos quizá como ese árbol caído; pero, “Señor mi Dios, te pedí ayuda y me sanaste” (v. 2 en la lectura).  Su buena voluntad se manifiesta y si hubo llanto en la noche, en la mañana habrá gritos de alegría (v. 5b).  Nos levanta nuevamente y mucho mejor: “me afirmaste en elevado baluarte” (v. 7) y todo porque su renovación es completa.  El Señor es experto en hacer las cosas no bien, superbién.   
No podemos por lo tanto, dejar que el desánimo nos invada y hay que desechar todo pensamiento negativo que quiera posesionarse porque el enemigo está atento, buscando el momento exacto para caernos encima y qué mejor instante para él, que cuando nos sentimos abrumados y desolados por la enfermedad.  Es ahí cuando tenemos que poner a funcionar nuestra fe y como nos lo recuerda Pablo: no desanimarnos. Al contrario, aunque veamos que por fuera nos vamos desgastando; sabemos con certeza que por dentro nos vamos renovando día a día (2 Corintios 4:16), y esto porque el Señor mismo va haciendo su obra espiritual restauradora, aun sin percibirla por nuestra parte.    
Yo puedo dar fe y compararme con ese árbol derrumbado.  Por lo tanto, no consigo  quedarme callada ni tampoco lo debo hacer; tengo que proclamar su bondad para conmigo, honrándole y glorificándole por ello.  

¡Señor mi Dios, siempre te daré gracias!  Cambiaste mi lamento en danza y me vestiste nuevamente con traje de fiesta: limpio, resplandeciente y sin remiendo alguno.  ¡Mi corazón rebosa de gratitud hacia ti, Dios omnipotente y misericordioso!  Me miraste con ojos de ternura y compasión para que te cante y glorifique, y eso haré.

Un abrazo y bendiciones.

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