Convertiste mi lamento en danza; me quitaste la ropa de luto y me vestiste de fiesta, para que te cante y te glorifique, y no me quede callado. ¡Señor mi Dios, siempre te daré gracias!Salmo 30:11-12.
Lectura diaria: Salmo
30:1-12. Versículos principales: Salmo
30:11-12.
REFLEXION
Sí; el árbol caído, tirado en el
piso expuesto; con sus hojas desgarradas y regadas por el suelo, aún tiene la
ilusión y el ánimo de levantarse porque: “Si a un árbol se le derriba, queda al
menos la esperanza de que retoñe y de que no se marchiten sus renuevos” (Job.
14:7). Dios nos da la oportunidad de
comenzar de nuevo y no es con remiendos, es renovándonos totalmente de manera
que podamos regocijarnos en su infinita misericordia y glorificar su Nombre.
Cuando pasamos por quebrantos de
salud que se tornan complicados y peligrosos, nos sentimos quizá como ese árbol
caído; pero, “Señor mi Dios, te pedí ayuda y me sanaste” (v. 2 en la
lectura). Su buena voluntad se
manifiesta y si hubo llanto en la noche, en la mañana habrá gritos de alegría
(v. 5b). Nos levanta nuevamente y mucho
mejor: “me afirmaste en elevado baluarte” (v. 7) y todo porque su renovación es
completa. El Señor es experto en hacer
las cosas no bien, superbién.
No podemos por lo tanto, dejar
que el desánimo nos invada y hay que desechar todo pensamiento negativo que
quiera posesionarse porque el enemigo está atento, buscando el momento exacto
para caernos encima y qué mejor instante para él, que cuando nos sentimos
abrumados y desolados por la enfermedad.
Es ahí cuando tenemos que poner a funcionar nuestra fe y como nos lo
recuerda Pablo: no desanimarnos. Al contrario, aunque veamos que por fuera nos
vamos desgastando; sabemos con certeza que por dentro nos vamos renovando día a
día (2 Corintios 4:16), y esto porque el Señor mismo va haciendo su obra espiritual
restauradora, aun sin percibirla por nuestra parte.
Yo puedo dar fe y compararme con
ese árbol derrumbado. Por lo tanto, no consigo
quedarme callada ni tampoco lo debo
hacer; tengo que proclamar su bondad para conmigo, honrándole y glorificándole
por ello.
¡Señor mi Dios, siempre te daré gracias! Cambiaste mi lamento en danza y me vestiste nuevamente con traje de fiesta: limpio, resplandeciente y sin remiendo alguno. ¡Mi corazón rebosa de gratitud hacia ti, Dios omnipotente y misericordioso! Me miraste con ojos de ternura y compasión para que te cante y glorifique, y eso haré.
Un abrazo y bendiciones.
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