sábado, 5 de octubre de 2013

Aun somos la sal de la tierra




Cuando los fundamentos son destruidos, ¿qué le queda al justo? 
Salmo 11:3.


Lectura: Salmo 11:1-7.  Versículo del día: Salmo 11:3.

MEDITACIÓN DIARIA

Tal como están las cosas, pareciese que los malvados tienen la razón y es porque ahora priman los conceptos y las costumbres de las minorías, así  la sociedad se siga derrumbando y de sus bases no quede nada que pueda sostenerla. Lo que el hombre no ha entendido es que una cosa es la libertad y otra muy diferente el libertinaje.  El pecado siempre lleva al libertinaje y por ende esclaviza. La verdadera libertad, es espaciosa, da satisfacción y alegría. Jesucristo vino a librarnos de la esclavitud del pecado. La Biblia dice que Él es la verdad (Juan 14:6),  “y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Juan 8:32). Hay que conocer a Jesucristo para conseguir la auténtica libertad.
Infortunadamente como no todos conocen esta Verdad y poco les interesa, entonces quieren imponer sus ideas sobre las bases equívocas de sus propias desviaciones. Y si alguien dice lo contrario, se convierte en el blanco, exponiendo incluso su propia vida: “Vean cómo tensan sus arcos los malvados: preparan las flechas sobre la cuerda para disparar desde las sombras contra los rectos de corazón” (v. 2).
Esto no solamente lo vemos en el campo del género humano; también están los que no se atreven a votar por leyes sobre los conductores embriagados, o sobre las medidas anticorrupción, o sobre temas tan importantes como la salud. Pero yo les digo: la justicia de Dios prevalecerá; “¡Ay de los que llaman a lo malo bueno y a lo bueno malo, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!” (Isaías 5:20).
Hasta allá tenía que llegar el hombre para darse cuenta de la podredumbre que hay en su corazón. Y “Cuando los fundamentos son destruidos, ¿qué le queda al justo?”. Considero que todavía hay tiempo para los creyentes y recapacitar sobre quiénes son los que elegimos para que legislen nuestras leyes.  Si la Iglesia del Señor se uniera, muy seguramente no veríamos tantas atrocidades en contra de la sociedad y de un pueblo que reclama justicia, paz y verdadera libertad. Tenemos que movernos; ¡aun somos la sal de la tierra! Reflexionemos sobre lo anterior.

Amado Señor: Gracias por tenernos todavía aquí en medio de tanta indiferencia. Gracias porque somos la sal de la tierra y seguro que esperas de nosotros que sigamos poniendo la dosis necesaria para sazonar este mundo y entregarle a los que vienen, una sociedad con temor hacia ti.  

Un abrazo y bendiciones.

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