viernes, 6 de abril de 2012

Indefenso ante el mundo, indefenso ante Dios

Como oveja fue llevado al matadero; y como cordero que enmudece ante el trasquilador, ni siquiera abrió su boca.
Hechos 8:32.


Lectura diaria: Hechos 8:26-40. Versículo principal: Hechos 8:32.


REFLEXIÓN


Felipe emprende el viaje de Jerusalén hacia Gaza y se encuentra en el camino con un etíope, quien iba leyendo el Libro de Isaías pero no lograba entender de quien hablaba el profeta. Entonces Felipe le anuncia las buenas nuevas acerca de Jesús (v. 35).

Isaías, quinientos años atrás ya había profetizado lo que sufriría el Siervo del Señor. Lo que precisamente hoy estamos conmemorando: su pasión y muerte. Él fue llevado como quien lleva un cordero al matadero; humillado y maltratado. Sin embargo no abrió su boca para protestar ni para insultar a sus agresores. Más tarde cuando ya pendía solamente de las pocas fuerzas que le quedaban le dice al Padre: “perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34). ¡Hasta dónde llega su amor por la humanidad! Y es que no creamos que los judíos y soldados romanos fueron demasiado malos. “Nosotros no seríamos así”, podemos decir; pero ¡que equivocados estamos! Somos así y mucho peor. Si hubiésemos estado allí, habríamos hecho exactamente lo mismo. El corazón del hombre destila maldad porque no existe uno solo que se pueda llamar justo. “Todos hemos pecado y estamos separados de Dios” Por eso precisamente es que necesitamos un Redentor. Un Redentor que no solo fue abandonado por el mundo, sino por el mismo Padre celestial. ¿Por qué? Porque tenía que cumplir una misión y el momento culminante estaba llegando a su final.

La carga de todos nuestros pecados no fue cosa de matar un carnero como se hacía en el Antiguo Testamento, en la ley de Moisés. Hoy es el verdadero Cordero de Dios quien viene a morir por su gente sin discriminación alguna de toda lengua, nación, raza, edad, religión, tribu o secta. Todos, absolutamente todos, estamos en su redoma. Una vasija rota, sucia, inservible, abandonada. Así exactamente estaba nuestro Rey y Señor hace dos mil años en esa cruenta cruz clavado. Llevando encima el peso de asesinatos, secuestros, robos, asaltos, celos, contiendas, envidias, egoísmos, adulterios, lascivia, inmoralidad sexual, mentiras, calumnias, idolatrías, desobediencias y muchos otros que se me pueden escapar. Ese gran peso recayó en el único Justo que vino a pagar por nosotros. Allí está ese Hombre; solo, triste, desamparado. Ni siquiera un rayo de sol estaba acompañándole: “Se oscurecerán el sol y la luna; dejarán de brillar las estrellas. Rugirá el Señor desde Sión, tronará su voz desde Jerusalén y la tierra y el cielo temblarán”” (Joel 3:15-16), lo pronosticó el profeta tiempo atrás y así sucedió ese terrible día: “Desde el medio día y hasta la media tarde toda la tierra quedó en oscuridad. Como a las tres de la tarde, Jesús gritó con fuerza: –Elí, Elí, ¿Lama sabactani? (que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has desamparado?)”; “En ese momento la cortina del santuario del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. La tierra tembló y se partieron las rocas (Mt. 27:45-46 y 51). Él Señor lanzó un grito desesperador porque su Padre, el Padre amado lo abandonó. Tenía que suceder así. Era la única manera de que ese solo Justo cargara con la transgresión de muchos.

Al ver lo sucedido, el centurión y quienes estaban custodiándolo “quedaron aterrados y exclamaron: –¡Verdaderamente éste era el Hijo de Dios!” (Mt. 27:54). Igual que el etíope lo reconoció en el camino al lado de Felipe; no queda otra alternativa sino reconocerle como el Dios Salvador, Rey de reyes y Señor de señores. ¿Necesitas una prueba más?


Amado Señor: Mi corazón se confunde y ni siquiera sé que decirte: si perdóname también por el peso de mis pecados o gracias por haberlos cargado tú sin merecerlo. Pero gracias mi Señor; ¡sí muchas gracias! Porque no existe ni existirá tanto amor a los hombres como el dado por ti en la cruz del calvario.


Un abrazo y bendiciones.

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