Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo.Apocalipsis 3:20.
Lectura: Apocalipsis
3:14-22. Versículo del día: Apocalipsis
3:20.
MEDITACIÓN DIARIA
El mismo Señor nos
dice: “Mira que estoy a la puerta y llamo”.
Cuando alguien toca la puerta lo primero que hacemos es mirar por el
ojillo a ver quién está llamando. Ante esto, tenemos tres opciones: una, no
estar interesados en abrir; otra que regrese más tarde; y por último, dejarle
seguir. Posiblemente con el Señor pase exactamente lo mismo. Lo triste es que por lo general se hace ‘los
de la vista gorda’, o en otras palabras están enceguecidos espiritualmente y ni
siquiera intentan mirarlo.
Tiene tantas formas de
darse a conocer el Señor y de tocar a la puerta del corazón de las personas,
que por la misma delicadeza con que lo innova muchas veces no se logra
percibir. Pero el Señor está al lado de
la cama despertándonos con rayos refulgentes; hacia la tarde, con vientos y
lloviznas; y en la noche, nos ilumina con lunas sonrientes y estrellas
fulgurantes. O tal vez no es de este
modo; si estamos en el campo será a través de la hermosura de las flores o del
multicolor plumaje de un pajarito y su canto.
Y si estamos en la ciudad, ¿cómo me puede hablar Dios? Muy sencillo: no lo vemos, pero está al lado
esperando juntamente, el transporte que nos conducirá al sitio respectivo. Está en la risa de los niños, en la mirada
tranquila y dulce de una anciana, o simplemente en el “Dios te bendiga” de
quien menos esperamos. Está en el abrazo
cariñoso o en el hombro que se inclina para depositar allí las amarguras. ¿Qué
no lo vemos? ¡Claro!, es que no nos
interesa mirarlo y por eso no lo percibimos. Pero el
Señor no deja de llamar porque está interesado en que cada uno se arrepienta y
alcance la salvación. Es todo un
Caballero y si no le abres, sabe esperar; más tarde vuelve con mejores regalos
para seducirte.
Quizá a través de estas
líneas te ha tocado y deseas decirle: “Sigue Señor”; si es así, te invito a
orarle muy sinceramente. Te puedo guiar
con una oración como esta:
Señor Jesús: Gracias
por venir a invitarme a compartir tu cena. Hoy me doy cuenta de las veces que has
venido a insistir que sea tu amigo y no te he dejado entrar. ¡Perdóname Señor! Perdona mi rebeldía, mi orgullo y altivez al
menospreciarte y no comprender tanto amor que me ofreces sin pedir nada a
cambio. Ahora deseo que vengas a morar
conmigo y poder recostarme en tu regazo, para seguir contemplando contigo la
belleza de tu lenguaje.
Un abrazo y
bendiciones.
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